Responsabilidades, rutinas y terapias

J.L. Torremocha Martín

El ser humano se hizo a imagen y semejanza de Dios. El animal presuntamente más inteligente que habita al planeta resulta capaz de trazar sus destinos y condicionar los de los demás. Rotar de pareja, abandonar un puesto de trabajo por otro, comer más sano o gozar de lo nocivo, ajustarse a las normas o violarlas. Una simple gripe deshace la grandilocuencia cuando los hombres se contemplan ante el espejo. La trampa se encuentra en formar parte de la especie a priori más desarrollada. Los seres humanos no son dueños de sus destinos, quien mal anda no necesariamente recibe la justicia en este valle de lágrimas, ni tampoco en el más allá porque Dios ofrece presumiblemente una bondad infinita. Aún así existen individuos con el convencimiento pleno que pueden ordenar su existencia y la ajena. A menudo se recluyen en una urbanización junto a la familia si de ella disponen, conviven con profesionales liberales, nómadas digitales y ‘clases medias altas’. Espacios con seguridad privada y piscina donde se siente la tranquilidad a un coste nada desdeñable en euros y tiempo de desplazamiento entre el trabajo y el hogar.

Quien no pueda hipotecarse para disponer de todo ello mientras espera su oportunidad puede leer libros de autoayuda, o si prefiere con más profundidad consultar a los gurús de la revolución neoliberal. También visionar los canales generalistas donde hallará a contertulios de cupo haciendo responsables del desempleo a los parados, del mal funcionamiento de la sanidad al personal sanitario, del colapso de la educación pública a quienes nos formaron y de la precariedad a las personas jóvenes. Pues el neoliberalismo a través de sus plataformas convierte a los victimarios en víctimas, así como con sus narcóticos y remedios disocia las figuras de verdugos y ajusticiados. 

Aspirar a ordenar medianamente una rutina es un privilegio. Siempre quedará en una tentativa porque la propia existencia en sociedad por fortuna o desgracia se ve alterada por elementos que el ser vivo más avanzado no puede prever ni controlar. Ni siquiera aquellos que con todos los medios a su alcance invierten el día y la noche con el fin de hundir a la mayoría en la incredulidad, la fábula de entrada a la élite o la resignación.

El talento, mérito y la tenacidad del individuo no bastan para ingresar en clubes insignes. Sólo los apellidos o decisiones ajenas tomadas por los linajes que se autodefinen como poderosos. Nadie tiene todo controlado, la tentación de considerarlo y nuestro error en lograrlo es lo que nos hace humanos. Aun así  establecer rutinas como terapia funciona sobre todo cuando hay falta de trabajo involuntario o recién se llega al retiro. 

También en el caso de los empleos sin horarios fijos que a menudo cubren falsos emprendedores, los cuales exponen su vida para traer almuerzos, comidas y cenas a domicilios ajenos. Ello no significa asumir el actual orden, tampoco responsabilizarse de la dura temporalidad, la estacionalidad, ni de que el teléfono no suene con la llamada que anuncia la vuelta al mercado laboral. Por otra parte, los excesos laborales tienen consecuencias desde los pies a la cabeza. Dolores que se alivian a través de la relajación y liberando endorfinas… pero que no se curan. Pegar los pedazos de comunidad en los lugares donde se rompió, así como alimentar los grupos humanos que no discriminan y comparten dolores, vivencias y soluciones resulta la única medicina para superar la desazón actual. La cual existe en todo el planeta: hasta en el mundo enriquecido. 

Como al fin y al cabo, casi todo está inventado, toda contribución que se preste al desorden para establecer otras dinámicas que superen el cierre de persiana para hacer maratones de series, jugar a la consola, llorar y reír en silencio (no siempre de emoción)… Son puertas de salida. 

Tomemos en serio las primeras alertas de la inmersión en el bucle marcadas por tristeza. Las ciudades en el tiempo actual pueden constituir espacios de soledad excesiva, lo cual desemboca en el desamparo y la depresión. Al igual  que cuentan con núcleos que impulsan el desorden necesario, liberan y construyen ese otro orden al tiempo que hacen hasta más placentera la existencia. O simplemente devuelven a los seres humanos al lugar que jamás deben abandonar: la comunidad. 


Por mera supervivencia es el espacio al cual pertenecemos, una pandemia hace cuatro años demostró una vez más que sólo el pueblo salva al pueblo. Las series y películas que ofrecen las plataformas para echarse la manta encima y perder la noción del tiempo también se lo recuerdan a quienes todavía tratan de obviar el trauma colectivo de la Covid 19, los genocidios televisados o las muertes en el estrecho. Cambalache serial que sirve como analgésico y aplaza lo inevitable para parte importante de los del 99 por ciento que sí quiere salvarse. 

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